julio 30, 2012

Te cuento un cuento de Babalú (Eduardo Galeano)

…Ella nunca más pisará, lo sabe, este lugar donde ha sido feliz. Esta es la única clase de peligros que realmente teme: estará prohibido mirar, prohibido retroceder hacia este tiempo que ahora se está terminando y hacia este casco de una hacienda en ruinas.

…Él sigue durmiendo. Es raro que duerma tanto. Nunca puede dormir más de un par de horas, y hasta eso le resulta difícil, por culpa del maldito zumbido que no se le apaga nunca en el centro de la cabeza. La camisa de él, abierta sobre los pechos de ella, parece un camisón de fantasma; le llega casi a las rodillas. (…) Ella piensa que le pedirá que le deje la camisa. No, un regalo no, no te pido que me la regales: quiero tenerla, pero que siga siendo tuya.

…Abre la boca pero ella se adelanta y, sin mirarlo, dice:

— Ya sé que te vas. Sé que te vas hoy, ahora.

Él se asombra. Lo había olvidado. Es increíble. La voz baja, casi ronca, de ella, suena a noticia, no a reproche. Pero, ¿realmente lo había olvidado?

… — Soñé con un pájaro gigante, que llevaba una ciudad adentro. El pájaro subía y subía y…

Ella mueve la cabeza, los ojos tristes, la boca contenta. Hay tantas cosas que quisiera decirle.

— Vas a enfermarte, ahí, en la ventana.

Decirle: desde que te conozco, todos me encuentran cambiada. Decirle: quiero tenerte como tengo mis piernas o mis manos. Decirle: ya sé que también para ti será difícil. Pero yo no sé lo que quiero ni para qué nací, para que estoy hecha, por qué…

Y simplemente comprueba, sin el menor dramatismo:

— Yo sabía que te ibas a ir.

Él frunce las cejas, no dice nada. La mira. Quisiera lamerla, como a un helado. Nunca había sentido, con nadie, lo que siente con ella. ¿Será posible ahora volver a ser nada más que la mitad de algo?

…Me vuelvo para pelear contra la corriente, podría decirte, aunque no vea todavía la costa. Y aunque nunca, nunca, vea la costa. Llevo años en esto, y todavía le debo a esto todos los años que me quedan. ¿O decirte cuál ha sido el nombre con el que nací, darte una señal de identidad anterior a tantos pasaportes falsos y a tantas fronteras atravesadas? ¿Para qué? Tú misma me contaste que entre los indios del Alto Orinoco está prohíbido mencionar a los muertos: ellos sí son sabios, dijiste. No vale la pena. Ni pedirte que me esperes, aunque me muera de las ganas, volveré a buscarte, no dejes de esperarme, nunca, pronto, cuándo: volveré y… llegarán otros hombres, ella los amará: está certidumbre le pasa por la cabeza como la sombra del ala del pájaro gigante con el que había soñado. Le pasa por la cabeza y le duele. Tramposo, se acusa. Se siente inútil. Todo se hace tan difícil. Irse, ¿es un deber o una estafa? Piensa que será duro partir y duro vivir sin ti: matarte en la memoria, para que no me duelas. ¿Podré? Y ella, como si lo hubiera escuchado pensar, piensa que lo odia porque él podrá…

Vagamundo y otros relatos

julio 10, 2012

El cuentero (Eduardo Galeano)

Una vez ensilló y montó un tigre, creyendo que era burro, y otra vez se ató el pantalón con una serpiente viva —y vio que no era cinturón porque le faltaba la hebilla. Todos le creen cuando explica que ningún avión aterriza si no le echan unos granos de maíz en la pista o cuando cuenta la terrible matazón que hizo el ferrocarril el día que se enloqueció y en lugar de avanzar de frente se echó a correr a lo ancho.

Jamasito miento —miente el Güilo Mentiras.

El Güilo, pescador de camarones en los estuarios de Escuinapa, es lenguaraz del rumbo. Pertenece a la espléndida estirpe latinoamericana de los cuenteros, magos de la charla de mostrador o fogón, siempre por hablado, jamás por escrito.

A los setenta años, le bailotean los ojos. Se ríe de la muerte, que una noche vino a buscarlo:

Toc toc toc —golpeó la muerte. —Adelante —invitó el Güilo, zalamero, desde la cama—. Te estaba esperando. Pero cuando quiso bajarle los calzones, la muerte huyó despavorida.

Memoria del Fuego III:  El Siglo de Viento

julio 03, 2012

El híbrido - Franz Kafka

Tengo un animal curioso mitad gatito, mitad cordero. Es una herencia de mi padre. En mi poder se ha desarrollado del todo; antes era más cordero que gato. Ahora es mitad y mitad. Del gato tiene la cabeza y las uñas, del cordero el tamaño y la forma; de ambos los ojos, que son huraños y chispeantes, la piel suave y ajustada al cuerpo, los movimientos a la par saltarines y furtivos. Echado al sol, en el hueco de la ventana se hace un ovillo y ronronea; en el campo corre como loco y nadie lo alcanza. Dispara de los gatos y quiere atacar a los corderos. En las noches de luna su paseo favorito es la canaleta del tejado. No sabe maullar y abomina a los ratones. Horas y horas pasa al acecho ante el gallinero, pero jamás ha cometido un asesinato.

Lo alimento a leche; es lo que le sienta mejor. A grandes tragos sorbe la leche entre sus dientes de animal de presa. Naturalmente, es un gran espectáculo para los niños. La hora de visita es los domingos por la mañana. Me siento con el animal en las rodillas y me rodean todos los niños de la vecindad.

Se plantean entonces las más extraordinarias preguntas, que no puede contestar ningún ser humano. Por qué hay un solo animal así, por qué soy yo el poseedor y no otro, si antes ha habido un animal semejante y qué sucederá después de su muerte, si no se siente solo, por qué no tiene hijos, como se llama, etcétera.

No me tomo el trabajo de contestar: me limito a exhibir mi propiedad, sin mayores explicaciones. A veces las criaturas traen gatos; una vez llegaron a traer dos corderos. Contra sus esperanzas, no se produjeron escenas de reconocimiento. Los animales se miraron con mansedumbre desde sus ojos animales, y se aceptaron mutuamente como un hecho divino.

En mis rodillas el animal ignora el temor y el impulso de perseguir. Acurrucado contra mí es como se siente mejor. Se apega a la familia que lo ha criado. Esa fidelidad no es extraordinaria: es el recto instinto de un animal, que aunque tiene en la tierra innumerables lazos políticos, no tiene un solo consanguíneo, y para quien es sagrado el apoyo que ha encontrado en nosotros.

A veces tengo que reírme cuando resuella a mi alrededor, se me enreda entre las piernas y no quiere apartarse de mí. Como si no le bastara ser gato y cordero quiere también ser perro. Una vez -eso le acontece a cualquiera- yo no veía modo de salir de dificultades económicas, ya estaba por acabar con todo. Con esa idea me hamacaba en el sillón de mi cuarto, con el animal en las rodillas; se me ocurrió bajar los ojos y vi lágrimas que goteaban en sus grandes bigotes. ¿Eran suyas o mías? ¿Tiene este gato de alma de cordero el orgullo de un hombre? No he heredado mucho de mi padre, pero vale la pena cuidar este legado.

Tiene la inquietud de los dos, la del gato y la del cordero, aunque son muy distintas. Por eso le queda chico el pellejo. A veces salta al sillón, apoya las patas delanteras contra mi hombro y me acerca el hocico al oído. Es como si me hablara, y de hecho vuelve la cabeza y me mira deferente para observar el efecto de su comunicación. Para complacerlo hago como si lo hubiera entendido y muevo la cabeza. Salta entonces al suelo y brinca alrededor.

Tal vez la cuchilla del carnicero fuera la redención para este animal, pero él es una herencia y debo negársela. Por eso deberá esperar hasta que se le acabe el aliento, aunque a veces me mira con razonables ojos humanos, que me instigan al acto razonable.